Hablando hace unos días acerca de lo que querría que pusiesen como epitafio en mi lápida se me ocurrió plantear a mi interlocutor, un hombre de apariencia tan siniestra como la naturaleza de su trabajo, si sería posible también dejar escrito mi propio panegírico para que así, llegado el momento, no tuviesen aquellos que me sobreviven la difícil tarea de apurar párrafos amargos y escarbar en la memoria en busca recuerdos felices que a la hora del llanto asemejan un tanto inoportunos. Para sacar a aquel hombre del estupor le aseguré que tanto mi familia como mis amigos, conociéndolos como los conocía mejor que nadie, estarían encantados de cederme tan enojosa carga y acordamos que en el plazo de dos meses le llevaría el documento escrito de mi puño y letra. Minutos más tarde, de camino a casa, pensaba en todas aquellas historias, leyendas, relatos y novelas fracasadas que se amontonan en el cajón de mi cómoda y me preguntaba si sería pertinente ir empezando a compendiar mis Obras Completas en aras de asegurarme una correcta edición, manipulación, o corrección ya que no así publicación que de seguro no verán mis ojos. Pero no contento con ello fui más lejos en mi cavilación, que empezaba ya a tomar forma de cuento, y me pregunté si sería oportuno ir haciéndome homenajes en vida para poder disfrutar de ellos como es debido y encaucé mis pensamientos a diversas situaciones a cual más emotiva. Y fue así, con la reconfortante y falsa sensación de sentirme amado, como me decidí a no demorar más ni mis propios homenajes ni los de otros, para ir dejándomelos y dejándoselos en cumpleaños, aniversarios y fiestas de (a)guardar a todo quien lo mereciese. Eso incluye, por supuesto, al objeto de este discurso: el señor Thomas Pynchon.
De ahí vino la idea de comenzar a escribir textos propios y a recoger los de otros (1); futuras obras menores o maestras que sirvan de homenaje en vida y muerte al escritor americano. Puesto que no hay más límite que la imaginación ni espacio más libre que éste quiero empezar ahora con la elaboración de un relato que será compendio de muerte. Una obra fúnebre como la que más, que tratará de matar, rematar y resucitar para después poder ejecutar a todos aquellos personajes de las novelas de Pynchon que me plazca. A todos cuantos lo merezcan o no, sin respeto alguno por el rigor histórico si eso me hace feliz. Textos más largos o más cortos, surrealistas o costumbristas, ficciones o adaptaciones de corte telegráfico o paródico. Que reconstruyan los principios o rematen los finales pero sin dejar siempre de tener como referencia el respeto y el elogio de quien los inspira. No hay intención alguna en tratar de mejorar fragmentos que ya de por si supongo perfectos (aún en su inexistencia) sino de perpetuar, en la medida de lo posible, a cuantos personajes o situaciones sea posible y para mantener fresco en la memoria a este genial creador.
A continuación, sin más demora, la primera muerte de la que quiero hoy dejar constancia. Una brevísima descripción del final de Randolph Driblette, director teatral de “La tragedia del correo”, personaje de “La Subasta del Lote 49” tal como lo imaginé ayer por la noche:
“Ante la indisposición de su mujer, no tuvo mejor idea Randolph Driblette que lanzarse de cabeza por la ventana del fondo del corredor para encontrarse al instante frente a la muerte al golpear violentamente su occipital contra un bloque de poliestireno expandido que por alguna razón descansaba en un andamio, quedando después su cuerpo inerte colgado de una farola mientras su pene todavía en erección dibujaba sombras chinescas en la nieve.”
Oblomov Varese es el autor del blog “Oblomovka Herida”: http://oblomovkaherida.blogspot.com/
(1) Los vuestros, amigos lectores y colaboradores, si gustáis.